"Llevo 40 años teniendo pesadillas en las que voy a un examen y me doy cuenta de que me preparé para un tema distinto. O miro el examen y está en un lenguaje que nunca he visto antes. O tomo mi lápiz para contestar, pero no puedo escribir la palabra que quiero", revela Simon Goldhill, director de Estudios Clásicos en King's College, Londres.
"Es mi sueño recurrente por excelencia: tener que hacer un examen de matemáticas o de alguna asignatura que no sé. ¡El horror de tener que presentar un examen para el que no te preparaste!", señala el comediante Richard Herring.
Por suerte, te despiertas, aunque tremendamente agitado y hasta con escalofríos.
Yo no he tenido que hacer un examen por décadas pero, como miles de otros, todavía tengo pesadillas como esa.
Ahora, como profesora de Estudios Clásicos en la Universidad de Cambridge, estoy oficialmente al otro lado del proceso, y lo que me ha intrigado durante los 40 años que he estado enseñando es cómo los exámenes y sus graciosos rituales se metieron en nuestra psiquis colectiva.
¿Dónde, cuándo y por qué?
No olvidemos que a algunas culturas le han ido perfectamente bien sin ningún examen.
La antigua Roma era felizmente libre de exámenes.
Y países como Reino Unido no tuvo los exámenes escritos como los que conocemos hasta el siglo XIX; antes de eso, la mayoría eran orales.
A los que tenemos que acreditarles -o culparlos- por este invento en particular es a los chinos.
En el siglo VII a.C. crearon lo que era "una prueba estupefaciente durante la cual algunos se enloquecían y otros morían".
"Hay imágenes de las salas de exámenes de provincia, con fila tras fila de celdas abiertas por un sólo lado", cuenta Peter Bol, de la Universidad de Harvard, quien es un experto en esos primeros exámenes.
"En las celdas separadas no podías copiar de otro. Entrabas, traías algo en qué dormir, te daban un orinal, tenías un escritorio, tinta y te sentabas, te entregaban el examen y empezabas".
El sistema de examen imperial chino -como se llamaba- duraba 3 días... y noches, y versaba más que todo sobre clásicos de Confucio.
Había quienes no lograban llegar al final. Si un candidato moría, las autoridades envolvían su cuerpo en una estera de paja y lo tiraban al otro lado de los altos muros que rodeaban el complejo.
Los exámenes eran increíblemente competitivos.
"Tenemos evidencia de que en 1250 alrededor de 450.000 personas participaban en estas pruebas, pero sólo entregaban 600 diplomas", señala Pot.
"¿Por qué los hacían? ¿Por qué invertían tanto, muchos años de educación, tutores privados, todos los gastos que involucraba eso, si la vasta mayoría no iba a tener éxito?", se pregunta, y contesta:
"Lo hacían porque les daba estatus, reconocimiento, conexiones y membresía en la élite local".
"Si me pidieran que señalara un logro extraordinario del Estado chino, diría el haber establecido el valor de los exámenes para la participación en la vida nacional y pública", declara el experto.
No estoy segura de si fue un logro o un autogol, pero el objetivo de ese sistema chino era noble.
Al crear esos primeros exámenes, no estaban sólo separando la paja del trigo, sino tratando de hacerlo según una medida justa de las habilidades, no de acuerdo a la posición social o riqueza del candidato.
Eso, se supone, es lo que seguimos haciendo, sin embargo aún no entiendo...
¿Qué estamos poniendo a prueba y para qué?
Es probable que queramos que todos nuestros médicos potenciales demuestren en muchas pruebas que saben lo que van a hacer.
Pero, ¿podemos decir lo mismo de exámenes para jóvenes de 18 años sobre la Guerra de los Cien Años?
A pesar de sus pesadillas, Simon Goldhill piensa que las pruebas académicas "son una buena prueba de tu habilidad para procesar y empaquetar una gran cantidad de información de una manera eficiente e ingeniosa".
Pero, "te dicen muy poco de tu capacidad como profesional. Y todos sabemos que los mejores alumnos no necesariamente obtienen los mejores resultados en los exámenes".
"Para lo que sí sirven, en mi opinión, es para prepararte para muchas cosas en la vida: si te va muy bien en los exámenes, te puede ir bien en otras cosas", dice Goldhill.
No obstante...
La lista de la gente que ha hecho cosas maravillosas en su vida a pesar de que no les fue bien en los exámenes es larga: en la universidad, Charles Darwin, por ejemplo, estaba demasiado ocupado buscando escarabajos para prestarle atención a las asignaturas que no lo aburrían.
¿Cómo serían los exámenes en su época?
"No se parecían a los de hoy en día", le dice a la BBC Gillian Cooke, archivista de Cambridge Assessment, que guarda tesoros de historia de los exámenes.
Describa en detalle el método que usted adoptaría para la desinfección de barcos en relación a la peste, la cólera y la fiebre amarilla"
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"Hacían exámenes sobre electricidad y magnetismo, navegación, calor, luz, higiene".
Algunos son asombrosos, otros monótonos: "Cuáles son las fronteras de Austria, sus principales ríos y el curso de estos".
Aunque están guardadas las preguntas no quedó registro de las respuestas.
Lo que sí podemos ver son los reportes de los profesores y, dice Cooke, "en ese tiempo eran muy directos; brutales".
"Rara vez dieron respuestas satisfactorias a las preguntas sobre las peculiaridades gramaticales"
"Muchos candidatos tuvieron pocos escrúpulos a la hora de escribir puras tonterías"
Aún no entendemos para qué son
Hay mucha evidencia de que los exámenes no son buenos para predecir el futuro.
No sólo está el caso Darwin, quien en su autobiografía escribió "Intenté matemáticas (...) Me repugnó, principalmente porque no pude encontrar ningún significado en los primeros pasos de álgebra".
El inventor del teléfono Alexander Graham Bell, según su biógrafo, "disfrutaba del ejercicio mental" de las matemáticas, pero una vez entendía el método "se aburría y descuidaba la respuesta final", lo que se reflejaba en sus calificaciones.
El inventor Thomas Edison llegó a decir: "Puedo contratar matemáticos, pero ellos no me pueden contratar a mí".
Y estos son apenas unos pocos.
¿Entonces?
Tras explorar nuestra cultura de exámenes, estoy dispuesta a desafiar a cualquiera a que defienda la enorme cantidad de tiempo, dinero, estrés y esfuerzo que invertimos. Quizás sea necesario, pero es un sistema ciertamente defectuoso.
No tengo ninguna solución radical para ofrecer, excepto sugerir que nos relajemos un poco.
A los historiadores del futuro esta costumbre seguro les va a provocar tanto asombro como a nosotros los exámenes imperiales chinos.
Y se preguntarán por qué estuvimos dispuestos a someternos y someter a nuestros niños a tal calvario.
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